Recordar a las viejas comadronas
reconforta el espíritu. Hasta hace poco tiempo, los paritorios en los hogares
venezolanos se desarrollaban como Dios lo estableció a través de los Siglos. No
se conocía la contratación de sofisticadas habitaciones con aire acondicionado,
alrededor de las cuales se desplazan especialistas, hombres y mujeres
pulcramente vestidos de blanca tela y gorritos coquetos para darle más salero
al acontecimiento.
Los padres del recién nacido
podían reír alegremente sin el temblor en las manos que electriza la voluminosa
factura: partero, anestesiólogo, enfermeras, pediatras, cardiólogos,
farmacéuticos, policías y hasta un Fiscal de Tránsito para facilitar al nuevo transeúnte
vía libre para su desplazamiento en este valle de lágrimas.
Las recordadas parteras de
antaño, la mayoría procedía de modestas familias, sobre todo de núcleos
populares que defendían su profesión a base de coraje y mística vocación. Sus
tarifas dependían de la condición social del cliente, con un máximo de cinco
pesos, a veces cancelados en cuotas semanales. Eso sí, las comadronas durante
algunos días compartían con las parturientas el rico manjar de las aves de
corral, por establecerlo la tradición. En el proceso del embarazo se
adquirirían varias gallinas gordas para alimentar a la nueva madre durante el
primer mes después del alumbramiento.
Existían drásticas reglas para la
protección de la madre y el niño, que hoy resultan risibles, pero que durante
centenares de años contribuyeron a superpoblar el planeta. La mujer guardaba
riguroso encierro durante cuarenta días con la cabeza envuelta con trapos para
evitar malos aires; el recién nacido debía permanecer con un gorrito de tela
gruesa para protegerle la "mollera", por donde supuestamente podían
colársele fluidos malignos. La habitación de la parturienta se mantenía
hermética y los visitantes en horas nocturnas permanecían alejados del niño,
hasta tanto se "les desprendiera el sereno", considerado como
portador de males.
Algunos venían al mundo enmanitillados
con el cordón umbilical endurecido. En estos casos, la comadrona bendecía al
recién nacido, augurándole una vida llena de felicidades, ya que la tradición
señalaba que el enmantillamiento era protector contra pavas, mal de ojo,
enemigos, etc. La mantilla y el cordón umbilical lo enterraban en un rincón de
la vivienda, para que el hechizo fuera permanente en la buena suerte del
muchachito.
Por su parte, el padre feliz que
se había preparado desde el primer mes de embarazo de su compañera, brindaba a
familiares y amigos con un licor macerado en garrafas de aguardiente de caña,
aluzema, azúcar y otros ingredientes. Eran los célebres "miaos" del
nuevo ciudadano, que nunca faltó en hogares venezolanos, sin el temor de ser
embargados por abultadas facturas de clínicas sofisticadas, en cuya mayoría los
niños ya no nacen por la vía natural diseñada para estos menesteres, sino por
la barriga en operaciones conocidas como "cesáreas".
Esto de la cesárea es más antiguo
que el nacimiento de Cristo; procede del latín "caesure" que
significa "corte" y su nombre sirvió para bautizar a César, Emperador
Romano, quien nació, según datos históricos, por una abertura en el vientre que
le practicaron a la madre en un caso de extrema emergencia.
A través de la práctica alegre de
acelerar el nacimiento de los niños por ese sistema, se han tejido diversas
conjeturas. La operación quirúrgica con pocos riesgos de extraer la criatura,
proporciona jugosos dividendos a empresas y clínicas donde el nuevo riquismo
florece en todos los caminos con galopante desbordamiento exhibicionista; las
fabulosas sumas cobradas a los pacientes son canceladas sin protestar y a veces
con amplias sonrisas que recogen los fotógrafos para las crónicas sociales.
De todos modos, el procedimiento
de las viejas comadronas y parteros como Valbuena, Tirado, Juliac, Rodríguez
Rivero, Torres Suels, Noblot, Vigas, Kanoche, Porras, Olaechea, Ponte, Rivas,
Soriano. Dunlop, Villalba, Gallardo, Julien, Mandry, Murphy, entre otros
tantos, queda en el permanente recuerdo de las abuelas.
Tomado del Libro Papeles Viejos
para Gente Nueva, propiedad intelectual de Miguel Elías Dao
PLACIDA GUEVARA
La figura de la partera o
comadrona actual como miembro del equipo de salud perinatal, contrasta con la
figura oscura, torpe, sucia y con un elevado grado de ignorancia que predominó
en los tiempos de la colonia, de la independencia y parte de nuestra historia
más reciente. Ante esta situación y sus temidas consecuencias las autoridades
tanto gubernamentales como médicas se preocuparon por el adiestramiento y
control de estos recursos humanos, de la colectividad para solicitar la ayuda
de los profesionales médicos y hasta la persecución y prohibición de actuar que
llegó a pesar sobre las mismas.
Vale la pena destacar como punto
de referencia que el holandés Hendrick van Deventer (1651-1724) ya había
publicado en 1701 su famoso libro titulado Nueva luz para las parteras, que se
convirtió en el primer estudio completo de la anatomía de la pelvis y sus
deformaciones, así como de la relación entre éstas y el desarrollo del parto, y
que este texto ejercería durante 150 años, inmensa influencia en el ejercicio
obstétrico.
Indudablemente que al principio
las normas dictadas se limitaron a regular el renglón de emolumentos y así
vemos cómo en la época colonial, se estableció el cobro de 2 pesos por la
asistencia del parto que durara una jornada diurna, y de tres pesos cuando la
asistencia comprendía tanto el día como la noche (Gutiérrez Alfaro).
Este arancel fue establecido por
el Protomedicato, el cual constituía la máxima autoridad médica de la época.
A partir de 1827 la Facultad
Médica de Caracas inició un programa de otorgamientos de credenciales a
aquellas personas que demostraran poseer los conocimientos, aptitudes y
destrezas para la asistencia de los partos.
Entre 1827 a 1877 la Facultad
Médica de Caracas concedió apenas seis títulos de partera, mereciendo especial
mención el otorgado a PLACIDA GUEVARA el primero de septiembre de 1851,
partera, natural y residente en Puerto Cabello, la cual según Rodríguez Rivero
gozó de gran fama, hasta tal extremo que el examen para el otorgamiento de la
credencial le fuera practicado en su tierra natal por el Dr. Enrique Dunlop,
designado por las autoridades correspondientes a tal efecto.
El acta tomada de Rodríguez
Rivero en su Historia Médica de Venezuela, reza textualmente: “Como Doctor en
Medicina, Miembro de la Facultad Médica de Caracas y comisionado al efecto por
la expresada Facultad según oficio y resolución fecha 25 de noviembre del año
ppdo., declaro en debida forma: que hoy a las doce del día he practicado el
examen de la Señora Plácida Guevara, alumna del Sr. Dr. Adolfo Lacombe, en
presencia del expresado Doctor y de varios vecinos de este puerto, la cual
Señora es postulante al título y diploma de partera de la Facultad Médica; que
la expresada Plácida Guevara ha dado pruebas evidentes de estudio científico
del Arte de Partos, y que ha contestado con prontitud y claridad a todas las
cuestiones adecuadas al examen, y que la considera calificada y digna de ser acogida
y titulada por la expresada facultad médica. En fe de lo cual doi el presente
certificado para que conste y sirva de lo que es justicia. En Puerto Cabello, a
catorce de julio de 1851.- (fdo.) Henry Dunlop. Este hecho resulta de especial
trascendencia para los anales de la obstetricia carabobeña.
MAGDALENA MARTINEZ
HISTORIA DE LA OBSTETRICIA EN CARABOBO
Dr. Alberto Sosa Olavarría
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