Memorial a la Real Audiencia
de Caracas (1813)
Desde las bóvedas del
castillo de Puerto Cabello, Francisco de Miranda escribe por primera vez al más
alto tribunal de la restablecida Capitanía General de Venezuela para justificar
sus actos como generalísimo y autoridad suprema de Venezuela, y como signatario
de la Capitulación acordada con Domingo de Monteverde en julio de 1812. Exige
que esta última sea cumplida "por la reconciliación de la América".
"D. Francisco Miranda,
natural de la ciudad de Caracas, con el debido respeto, a V. A. representa:
Que después que por el largo
espacio de cerca de ocho meses he guardado el silencio más profundo, sepultado
en una oscura y estrecha prisión y oprimido con grillos: después que he visto
correr la propia suerte a un número considerable de personas de todas clases y
condiciones: después que ante mis propios ojos se han representado las escenas
más trágicas y funestas: después que con un inalterable sufrimiento he sofocado
los sentimientos de mi espíritu, y, finalmente, después que ya estoy convencido
de que por un efecto lamentable de la más notoria infracción los pueblos de
Venezuela gimen bajo el duro yugo de las más pesadas cadenas; parece es tiempo
ya de que por el honor de la nación española, por la salud de estas provincias
y por el crédito y responsabilidad que en ellas tengo empeñadas, tome la pluma
en el único y preciso momento que se me ha permitido para reclamar ante la
superior judicatura del país estos sagrados e incontestables derechos. Llenaría
muchas páginas si fuese a ejecutarlo con la especificación de cuantos sucesos
han ocurrido en esta ominosa época; así, sólo me contentaré con exponerlos
breve y sucintamente, revestidos con los colores de la verdad y con la
precisión que el asunto exige.
Acababan la capital de
Caracas y algunas ciudades y pueblos del interior de experimentar la terrible
catástrofe del terremoto del 26 de marzo del año próximo pasado, que sepultó
entre ruinas y escombros más de diez mil habitantes, cuando, agitada la
provincia y aterrados sus vecinos de un temor pánico con las frecuentes
convulsiones de la naturaleza, buscaban en los montes y los campos un asilo
que, aunque les preservaba su existencia de igual ruina, la exponía a los
ardientes calores del sol, a la intemperie y a todos los desastres que son
consecuentes, presentando a la humanidad el cuadro más lúgubre y sensible, de
que no hay memoria en los fastos del continente colombiano. En estos mismos
críticos momentos se internó en el país la expedición procedente de Coro, y
aprovechándose de imprevistas circunstancias logró penetrar hasta esa ciudad de
Valencia.
Son demasiado notorios los
acontecimientos de esta campaña, que omito analizar; pero sí diré que
conociendo Caracas el peligro inminente que corría entonces su seguridad, por
un movimiento y acuerdo general y espontáneo de todas sus autoridades, y
nombrado generalísimo de sus tropas y revestido de todas las facultades
supremas que ellas ejercían y depositaron en mis manos, las desempeñé, me
parece, con el honor y celo que estaban a mis alcances, poniendo en acción
todos los resortes de mi actividad para la consecución de un feliz éxito; pero,
sin embargo, de los ventajosos repetidos sucesos que obtuvieron nuestras armas
en el puerto de Guayca y pueblo de la Victoria, como por otra parte estaba
persuadido del calamitoso estado a que se hallaban reducidas la capital y
puerto de La Guaira por la falta de víveres y por la incursión que rápidamente
y al mismo tiempo hacían los esclavos de los valles y costas de Barlovento,
estimulados con la oferta de su libertad que les hicieron nuestros enemigos,
habiendo ya comenzado a acometer en Guatire y otros parajes los más horrendos
asesinatos, me hicieron conocer la necesidad absoluta en que me hallaba de
adoptar una medida que, cubriendo mi honor y responsabilidad, atajando tantos
males trascendentales aun a los mismos que los fomentaban, restituyese a estos
pueblos el sosiego y la tranquilidad, repararse en algún modo los desastres del
terremoto y, en fin, reconciliase a los americanos y europeos, para que en lo
sucesivo formasen una sociedad, una sola familia y un solo interés, dando
Caracas al resto del continente un ejemplo de sus miras políticas y de que
prefería una honrosa reconciliación a los azarosos movimientos de una guerra
civil y desoladora.
Tan saludable idea fue aprobada
y aplaudida por todos los principales vecinos de aquella ciudad, consultada con
los europeos más juiciosos y sensatos y afianzada en razones de tal
conveniencia, que a primera vista eran demostrables. Bajo tales auspicios
promoví las primeras negociaciones con el jefe de la expedición de S. M. C.;
envié a este objeto emisarios con las instrucciones competentes, y después de
un corto armisticio, de algunas contestaciones y de sesgar cuantos obstáculos
pudieron oponerse, se celebró por fin con los rehenes correspondientes y con
cuantos ritos y formalidades prescribe el derecho general de la guerra, el
tratado de capitulación que se manifestó por mí en Caracas, y después se
imprimió y circuló en toda la provincia. Poco antes escribí a Cumaná y a Margarita,
les participé mi resolución y los preparé a ratificar aquel contrato, que, en
efecto, por mi recomendación y consejo sancionaron después ante los
comisionados Jove y Ramírez.
En exacto cumplimiento de él
se entregaron los pueblos al jefe español, deponen sus armas con prontitud y
lealtad y se someten gustosos a un nuevo orden de cosas, que creyeron les
produciría el sosiego y la tranquilidad; los más tímidos cobran vigor, y al
leer la proclama del comandante general D. Domingo de Monteverde, de 3 de agosto,
y la pastoral del M. R. Arzobispo, del 5, se apresuran todos a la regeneración
del país y a una sólida pacificación, y nada falta para que la capitulación
quede plena y satisfactoriamente cumplida por nuestra parte. ¡Con cuánto placer
me lisonjeaba yo de haber llenado mis deberes con decoro e integridad, de
haberme identificado con las benéficas intenciones de las Cortes generales de
la nación española, de ver al jefe de la expedición fundar su allanamiento en
la augusta mente de aquel gobierno legítimo y de observar a lo lejos un
horizonte luminoso, cuyas luces vendrían al cabo a restablecer la paz y a unir
recíprocamente los interés de ambos hemisferios!
Yo protesto a V. A. que
jamás creí haber cumplido mis encargos con mayor satisfacción que cuando, en
las desastrosas circunstancias que llevo referidas, ratifiqué con mi firma un
tratado tan benéfico y análogo al bien general, estipulado con tanta solemnidad
y sancionado con todos los requisitos que conoce el derecho de las gentes:
tratado que iba a formar una época interesante en la historia venezolana:
tratado que la Gran Bretaña vería igualmente con placer por las conveniencias
que reportaba su aliada: tratado, en fin, que abriría a los españoles de
ultramar un asilo seguro y permanente, aun cuando la lucha en que se hallan
empeñados con la Francia terminase de cualquier modo. Tales fueron mis ideas,
tales mis sentimientos y tales los firmes apoyos de esta pacificación que
propuse, negocié y llevé a debido efecto.
Pero ¡cuál mi sorpresa y
admiración al haber visto que a los dos días de restablecido en Caracas el
gobierno español, y en los mismos momentos en que se proclamaba la
inviolabilidad de la capitulación, se procedía a su infración, atropellándose y
conduciéndose a las cárceles a varias personas arrestadas por arbitrariedad o
por siniestros o torcidos fines! Estos primeros excesos, cometidos contra la
seguridad común y contra el pacto celebrado, agitaron las pasiones de los que
sólo buscaban un apoyo para desahogarlas; se multiplican las denunciaciones, se
califican por delitos de Estado opiniones políticas sostenidas antes y
olvidadas por virtud de aquel contrato; y, en fin, enlazándose crímenes, se
abren las listas de una proscripción casi general, que redujo a luto, llanto y
desolación a los infelices habitantes que, habiéndose librado de los estragos
del terremoto, se entregaron con generosidad y confianza a las seguridades y
garantías tantas veces ratificadas.
Para estos procedimientos se
pretextan nuevas conspiraciones, proyectos de revolución, juntas subversivas, y
se movieron cuantos resortes estaban al alcance de la malicia; los arrestos se
repetían y cada día era marcado con la prisión de diferentes personas. Todas
estas víctimas fueron conducidas al puerto de La Guaira: unos, montados en
bestias de carga con albarda, atados de pies y manos; otros, arrastrados a pie,
y todos amenazados, ultrajados y expuestos a las vejaciones de los que los
escoltaban, privados hasta de ejercer en el tránsito las funciones de la
naturaleza, presentaban a la faz de los espectadores el objeto más digno de
compasión y de interés.
Yo vi entonces con espanto
repetirse en Venezuela las mismas escenas de que mis ojos fueron testigos en la
Francia: vi llegar a La Guaira recuas de hombres de los más ilustres y distinguidos
estados, clases y condiciones, tratados como unos facinerosos; los vi sepultar
junto conmigo en aquellas horribles mazmorras; vi la venerable ancianidad, vi
la tierna pubertad, al rico, al pobre, al menestral, en fin, al propio
sacerdocio, reducidos a grillos y a cadenas y condenados a respirar un aire
mefítico que, extinguiendo la luz artificial, inficionaba la sangre y preparaba
a una muerte inevitable: yo vi, por último, sacrificados a esta crueldad
ciudadanos distinguidos por su probidad y talento, y perecer casi
repentinamente en aquellas mazmorras no sólo privados de los auxilios que la
humanidad dicta para el alivio corporal, sino expirar en los brazos de sus
socios, destituídos aun de los socorros espirituales que prescribe nuestra
santa religión, hombres que estoy seguro hubieran perecido mil veces con las
armas en la mano cuando capitularon generosamente antes que someterse a
semejantes ultrajes y tratamientos.
En medio de este tropel de
sucesos harto públicos, se promulga en Caracas la sabia y liberal Constitución
que las Cortes generales sancionaron el 19 de marzo del año último: monumento
tanto más glorioso y honorífico para los dignos representantes que lo dictaron,
como que él iba a ser el iris de la paz, el áncora de la libertad y el primero
pero el más importante paso que jamás había dado la metrópoli en beneficio del
continente americano. Creían los venezolanos que al abrigo y protección de este
precioso escudo todo terminaría, que las prisiones se relajarían, que se
restablecería el sosiego y la mutua confianza y que un nuevo orden de cosas, un
sistema tan franco y liberal, aseguraría perpetuamente sus vidas y sus
propiedades.
Mas, ¡quién lo creería! En
los actos mismos en que se juraba en los altares ante el Ser Eterno su
inviolable observancia, se ejecutan nuevas prisiones del mismo modo que las
anteriores, se continúan incesantemente por muchos días, y se llenan de presos
las bóvedas de La Guaira y las cárceles de Caracas hasta el extraordinario
número de mil quinientas personas, según estoy informado. Tales reveses no se
limitaron sólo a esta provincia; Cumaná, Barcelona y Margarita, bajo los
auspicios de la capitulación y a la sombra de magistrados rectos e imparciales,
gozaban de una paz profunda, de una calma imperturbable, y de todos los bienes
y felicidades que les atrajo el exacto cumplimiento de la capitulación y de
aquel solemne pacto. De repente, se les presenta un comisionado de la capital,
y a despecho de los jefes de aquellos partidos y con vilipendio de la buena fe,
son arrestadas, embarcadas con prisiones, y sepultadas en las bóvedas de La
Guaira y Puerto Cabello infinitas personas de todas clases y jerarquías, sin
perdonar las respetables canas de la edad octogenaria, ni el venerable carácter
del sacerdocio.
Vea, pues, aquí V. A.
bosquejado el triste cuadro que presenta toda Venezuela en el día, y
prescindiendo de cuantos acontecimientos han sido consecuentes, y que por mi
situación no han llegado a mi noticia, me ceñiré sólo a inquirir si el estado
de desolación y de conflicto general, en que se hallan estos habitantes es, o
puede ser conforme en lo más mínimo a las benéficas intenciones de la
Península. ¿El interés de ella es por ventura sembrar entre la América y la
metrópoli las ruinas de un odio eterno y de una perpetua irreconciliación? ¿Es
acaso la destrucción de los naturales del país, de sus hogares, familias y
propiedades? ¿Es, a lo menos, obligarlos a vivir encorvados bajo un yugo mucho
más pesado que el que arrastraban en tiempo del favorito Godoy? ¿Es, por último,
que esta augusta, esta santa Constitución sea sólo un lazo tendido para enredar
en él a la buena fe y a la lealtad?
Lejos de nosotros unas
hipótesis tan degradantes e indecorosas al carácter, crédito e intenciones de
la España. La representación nacional, muy distante de aplicar estas máximas,
ha manifestado sus ideas diametralmente opuestas a cuanto se está efectuando en
Venezuela. Ella ha invitado con la paz a la América; y Caracas, después de
haberla estipulado, es tratada por bárbaros en que no se respetaba el derecho
de las gentes como una plaza tomada por asalto en aquellos tiempos. Ella manda
sepultar en un perpetuo olvido cuanto hubiese sucedido indebidamente en las
provincias disidentes; y a los venezolanos se les atropella, arresta y enjuicia
aún por opiniones meramente políticas, que ya estaban admitidas por bases de la
nueva Constitución. Ella, en fin, toma un interés decidido por la
reconciliación de la América, la llama, la convoca, la incorpora en la gran
masa de la nación, la declara igual en derechos, en representación y en un todo
a la Península, y le hace el bello presente de unas leyes constitutivas las más
sabias y liberales que jamás adoptó la España; y Venezuela es declarada de
hecho proscrita y condenada a una degradación civil y absoluta de estas
inestimables prerrogativas; y lejos de disfrutar la igualdad que se le ofrece,
es casi tenido por delito de Estado el haber nacido en este Continente.
La notoria autenticidad de
estos hechos excluye toda prueba que los ratifique. No puede, pues, dudarse un
momento que la capitulación ha sido pública y evidentemente violada: que ella
debía ser observada con religiosidad por el interés de la España, por el bien
del país, y en fuerza de la buena fe, su único garante: que aquel garante, en
el concepto y opinión de todos los pueblos, en la inconcusa y no interrumpida
práctica de todas las naciones civilizadas, y en la doctrina generalmente
recibida de todos los pueblos clásicos, así extranjeros como regnícolas, es y
debe ser válido, firme y subsistente. Que la Constitución que proscribe las
cárceles insalubres y no ventiladas y toda especie de apremios, ha sido
infringida en uno de sus principales fundamentos; que la suerte de tantos
honrados ciudadanos que se ven hoy sepultados en bóvedas y oscuras mazmorras,
no está de ningún modo asegurada, como debía estarlo en virtud de estos
irrefutables documentos, sino que por el contrario se ve expuesta a todos los
desastres que dictan las pasiones agitadas y tumultuarias; y por último, que el
estado actual de estas provincias es la consecuencia inevitable de unos
principios tan viciosos y opresores.
En tan críticas
circunstancias, yo reclamo el imperio de la ley, invoco el juicio imparcial del
mundo entero, y sobre todo me acojo respetuosamente a la autoridad de V. A., en
cuyas manos reside exclusiva y constitucionalmente el superior poder judicial
de este distrito, que es el órgano de las leyes y el instrumento de su
aplicación: a V. A., repito, dirijo mis clamores por la primera vez en defensa
de los habitantes de Venezuela, que no hayan dado motivo posterior a la
capitulación para que se les trate como criminales. Así lo exige la rigurosa
justicia, mi propio honor, comprometido altamente para con ellos en favor de su
seguridad y libertad: lo enseña la sabia política, lo prescribe la sana moral y
lo dicta la razón. De otra suerte aparecería yo el ente más despreciable a la
vista de todo el universo que, juzgando imparcialmente de estas materias, me
creería indigno de toda consideración por haber prestado una tácita deferencia
a las repetidas infracciones que se han cometido y se están cometiendo, no sólo
del solemne tratado celebrado entre mi y el comandante general de las tropas
españolas, sino, lo que es más, de las leyes o decretos de las Cortes generales
de la nación, de 15 de octubre y 30 de noviembre de 1810, ya citados, y de la
Constitución publicada, jurada, circulada y mandada observar en estas
provincias, que por sí sola me autoriza para reclamar su inviolable
cumplimiento.
Con este objeto, pues, me presento
a mi nombre y el de todos los habitantes de Venezuela por la vía que me permite
mi situación oprimida, y en la forma que mejor haya lugar en derecho, haciendo
la más vigorosa reclamación sobre las indicadas infracciones, y protestando
cuanto de protestar sea, como y contra quien corresponda, todos los daños,
perjuicios, atrasos y menoscabos que se han seguido y siguieren a cada uno de
los presos en particular, y a todos en general, y elevar mis quejas hasta el
trono augusto de la nación, a donde, si fuere necesario, pasaré yo mismo en
persona a vindicar los ultrajes y agravios que hemos recibido. Suplico a V. A.
se sirva, en mérito de lo expuesto y en uso de sus superiores facultades,
mandar que se ponga en libertad inmediatamente a todos los que se hallan en
prisión con este motivo, sin haberlo dado posteriormente a la capitulación
celebrada por mí y por el comandante general de las tropas españolas,
declarando que no ha habido causa para semejante procedimiento, y que en lo
sucesivo no puedan ser molestados, ni perturbados en el goce de los derechos
que respectivamente les concede la Constitución: y disponiendo se me comuniquen
las resultas de esta reclamación para mi conocimiento y a los demás fines
necesarios; y si por las circunstancias en que quizá podrán estar las cosas
pareciese indispensable que afiancemos nuestra seguridad y conducta mientras
varían, yo desde luego ofrezco dar a V. A. las cauciones que se pidan por mí, y
por todos aquellos infelices que por sí no tengan quien los garantice. De esta
suerte, creo, se cumple con la ley, se precaven los riesgos, se reparan en
parte los males y perjuicios recibidos, se protege la inocencia, se castiga la
culpa, y sobre todo, dará V. A. a los pueblos de Venezuela y al mundo entero un
público testimonio de su imparcialidad y del carácter con que se halla
revestida.
Bóvedas del Castillo de
Puerto Cabello,
a 8 de marzo de 1813.
M. P. S.
FRANCISCO DE MIRANDA"
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